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Si Nicolás Maduro hubiese aceptado el referéndum revocatorio
en el 2016, posiblemente hubiera perdido conservando un 40% de los votos. Pero
ahora cada día que pasa su soporte es menor, con lo cual Maduro se está
convirtiendo en el sepulturero de la Revolución Bolivariana. Es totalmente
falso que en Venezuela haya una lucha entre izquierda revolucionaria y derecha
fascista; el régimen venezolano está enfrentado a una coalición de fuerzas
esencialmente de centro que incluye a partidos, líderes, organizaciones
sociales e intelectuales de izquierda que creen en la democracia y el mercado.
Lo que está en juego en Venezuela es el futuro del centrismo político en
Latinoamérica, porque en esta ocasión, las fuerzas democráticas no son
compañeros de viaje de extremistas ni de derecha, ni de izquierda. La derrota
del extremismo abre la posibilidad de alcanzar una mayor madurez democrática en
el continente.
Chávez pudo darle unos años más de vida al régimen cubano
que ahora, literalmente, está buscando desprenderse de la teta petrolera
venezolana para agarrarse de la teta financiera norteamericana. Hace 18 años
era intelectualmente obvio que la Revolución Bolivariana tenía fecha de
caducidad. La historia de sube y baja de los precios del petróleo y los avances
tecnológicos volvían absurda la pretendida eternidad de un socialismo petrolero
que permitiera repartir sin producir. Sin embargo, izquierdistas de toda
Latinoamérica, España, Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos y del resto del
mundo vieron en Hugo Chávez la resurrección del mesías y en Venezuela el
renacimiento de la utopía que había muerto en Europa Oriental y agonizaba en
Cuba. La euforia fue tal que, para muchos, ser de izquierda implicaba aplaudir
a Chávez y no criticar a Fidel Castro. La chequera venezolana compró lealtades
a escala universal. Sin duda el final del régimen dejaría perdedores en todas
partes, por eso sigue conservando defensores y obteniendo silencios.
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